Me dijeron una vez: «Este es el mejor consejo para vivir feliz: nunca esperes nada de nadie, así todo vendrá como un regalo».
Me he dado cuenta esta semana de que la situación de confinamiento ha dejado mis expectativas a ras del suelo. La primera acepción de expectativa en la RAE es: «esperanza de realizar o conseguir algo». Quizá al principio de esta extraña situación sanitaria mantenía varias de esas esperanzas de maneras muy concretas. Ahora, ya al final, es imposible agarrarse a un «algo».
Esta semana esos «algos» se han materializado en conversaciones sencillas que no esperaba y han venido como regalos. He creado en mi mente un collage con fragmentos de cada una de las conversaciones que he podido tener cara a cara estos días y por primera vez en meses, es un collage de colores.
Hacía mucho tiempo que no tenía conversaciones tan profundas a horas tan tempranas. Esta mañana, más cerca de las siete que de las ocho, el responsable de mantenimiento montaba las papeleras especiales en las que los empleados podrían tirar sus mascarillas usadas mientras yo dejaba todo listo en recepción.
La conversación voló de las papeleras a la bondad innata en el ser humano. «Yo siempre confío en las personas hasta el final», me dijo. Mi yo prudente desarrolló toda su capacidad empática y saltó, queriendo salvar a un hombre que me doblaba la edad de que las personas le hicieran daño, como si no tuviera dos o dos mil veces más recorrido que yo en esta vida: «Pero eso es peligroso…».
Sus ojos sonreían por encima de la mascarilla, mientras los míos seguían abiertos como platos, con el miedo impidiéndome darle una razón que mi corazón sabía que tenía. Dejó por un momento el destornillador en el suelo y aún riendo con la mirada, como si mi comentario le transportara a un recuerdo de sus años ingenuos, se acercó y me dijo: «¿Qué es lo peor que puedes perder? ¿Dinero? ¿Confianza? Ellos están perdiendo mucho más.»
Con la evolución de sus palabras las mascarillas desaparecían, también las mamparas y los geles hidroalcohólicos, el virus quedó tan atrás que parecía un recuerdo. Mi mente comenzó a limpiar poco a poco el polvo de un rincón valioso de ella que había permanecido demasiado tiempo en tinieblas.
Mi interlocutor volvió a su asiento al otro lado de la sala, mi cabeza le miraba pero mi mente traspasaba todas las fronteras físicas mientras su voz seguía llenando ese rincón de conceptos compartidos: «Todos tenemos en el corazón un punto negro. Cuando nos rodeamos de gente que solo piensa en sí misma y actúa en consecuencia alimentamos ese punto, que crece hasta responder por todas nuestras acciones. Por eso es importante alimentar el resto. El corazón es un músculo y hay que ejercitarlo, preocupándonos por los demás, desviando la mirada de nosotros mismos, dedicando un instante a pensar antes de empezar a comer si nuestro vecino está pasando hambre. Eso es lo que hace la diferencia. Todos tenemos en el corazón un punto negro, pero también la capacidad de no alimentarlo».
Quizá en mi corazón haya un punto negro, pero invertiré siempre en los collages de colores.
Gracias por formar parte de ellos.
REBECA LE MORE RODRÍGUEZ.