En el tiempo que estamos viviendo ya casi creíamos fervorosamente que estaban dominadas las infecciones y, mucho más, las pandemias. En consecuencia, se veía la muerte lejana.
Los sociólogos nos dicen que hoy es más frecuente en cualquier familia que transcurran décadas sin haber presenciado un fallecimiento en su propio seno. Esto y nuestro ocultamiento de la muerte (estadística que más se cumple y menos nos creemos) hacen que nuestra sociedad tenga, en su imaginario social, menos recursos simbólicos que antes para asumir y elaborar las emociones que provoca. Nos encontramos culturalmente más indefensos.
Séneca estuvo acertado cuando sentenció: “los pequeños dolores son locuaces; los grandes callan estupefactos”. La enfermedad grave, la que te aproxima a la muerte, prefiere silenciarse. Es lo que se ha llamado “conspiración del silencio”. Se le oculta a la persona la gravedad de su situación. Así, todavía entre nosotros se considera una buena muerte la que “guarda las formas”. Es decir, la aceptable forma de morirse es la de aquel que parece que no se va a morir. Por tanto, disimulará mejor cuanto menos sepa. La buena muerte de la actualidad corresponde más a lo que era la muerte maldita de otros tiempos: sucedió “mientras dormía, “ni se enteró”. En cambio, la mala muerte, la perturbadora, es la del enfermo que sabe.
Sin embargo, no podemos vivir siempre en situación de simulacro. La aparición del COVID-19 nos ha hecho dar un giro inesperado en este enfoque. No recordamos una situación en donde, con tanta claridad y contundencia, la muerte social se produzca antes que la muerte biológica. La persona infectada está aislada de la familia y su entorno social. Los espacios reducidos y la escasez de medios no han permitido crear condiciones óptimas para el diálogo abierto y sincero sobre miedos, preocupaciones y expectativas, sobre qué significa la esperanza, siempre amenazada, o para expresar cariño. Tampoco se ha podido disponer de un espacio y un entorno más digno para arroparnos en la despedida.
Susana Tamaro (Donde el corazón te lleve) lo expresó maravillosamente bien: “Por haber vivido tanto tiempo y haber dejado a mis espaldas tantas personas, a estas alturas sé que los muertos pesan, no tanto por la ausencia, como por todo aquello que entre ellos y nosotros no ha sido dicho”. Aquello que no hicimos o no pudimos decir será quizá lo que más nos atormente, nuestro principal reproche. Por experiencia sabemos que la comunicación puede ser dolorosa, pero la incomunicación lo es aún más. La palabra que más duele es la que no se ha dicho, la lágrima que más pesa la que no se llora.
Los seres humanos construimos nuestros infiernos y nos resistimos a salir de ellos. Conflictos sin resolver, heridas sin cicatrizar, proyectos no realizados, promesas incumplidas, años que nunca volverán… Todo se agolpa en momentos críticos de la vida. Quienes tienen que hundirse en el proceso de duelo bien lo saben. Mientras tanto, es un sabio consejo vivir cada día como si fuera el último, porque la muerte rara vez se presenta de acuerdo con nuestros planes.
Al amanecer enciendes la radio y escuchas las noticias. Se oyen cifras y más cifras de muertos. Morir queda reducido a un número sin historia. Pero siempre hay una historia que contar. El amor queda viviendo en los adioses.
Hay tiempos en los que cuesta entender y uno quisiera ser cualquier otro.
FRUCTUOSO DE CASTRO DE LA IGLESIA
PRESIDENTE FUNDACIÓN GRUPO DEVELOP