Me dijo una persona una vez que no le extrañaría que tuviera una cantidad de palabras exorbitante para describir el vuelo de una mosca si quería.

No he podido evitar acordarme de ella en esta ocasión en la que me he visto en la necesidad de traducir con palabras la trayectoria aérea de otro insecto volador.

Si el sentido de la libertad disminuye, ¿se agudizan los demás?

Me he sorprendido de lo acallado que tenía el de la observación de mi entorno más próximo. Es evidente que lo nuevo, diferente o exótico capta más nuestra atención por lo que dedicamos de forma inconsciente más tiempo a observarlo y analizarlo. No nos damos cuenta de que a veces las situaciones más simples y cercanas pueden llevarnos más lejos en nuestra mente que nuestros pies.

Eso o que el confinamiento empieza a hacer estragos. Vosotros juzgaréis.

Mi cuarentena tiene lugar en un apartamento cuya cantidad de metros cuadrados es inversamente proporcional a mi agradecimiento por ellos. La semana pasada dejé la ventana medio abierta para ventilar. Se alternaba el buen tiempo con el frío polar y ese día tocaba el punto medio de una brisa agradable. No recuerdo muy bien qué estaba haciendo en ese instante pero el rabillo de mi ojo percibió un cierto movimiento inusual en el cristal de la ventana. Mi cabeza hizo el giro automático correspondiente y se topó con una abeja.

Hacía mucho tiempo que no veía una abeja, así que me quedé observándola con el fin de averiguar cómo resolvía el misterio del cristal invisible que la separaba de la libertad.

El desarrollo del análisis fueron muchos golpes contra el cristal, en distintos puntos, vamos a reconocerle eso. Una y otra vez volaba, apuntaba, se lanzaba, fallaba. Volaba, apuntaba, se lanzaba, fallaba. Volaba, apuntaba, se lanzaba, fallaba. Creo recordar que le hice conocedora en voz alta de su falta de creatividad para resolver el problema al menos un par de veces. Cuando pensaba que se había alejado lo suficiente como para encontrar la apertura de la que procedía la agradable brisa, volvía a apuntar, se lanzaba con determinación una vez más y una vez más volvía a fallar. Estaba empezando ya a compartir su frustración cuando con el siguiente golpe se mareó y se cayó.

Por supuesto que no soy una persona que disfrute con el padecimiento de otros seres vivos. Estaba trapo en mano preparada para liberarla de su sufrimiento y ofrecerle el atajo definitivo a la salida cuando la vi caer a la encimera, debajo de la ventana, aturdida. No tuve apenas tiempo de acercarme cuando volvió en sí y de forma inmediata voló en línea recta hacía la libertad, resolviendo con éxito el enigma del cristal invisible.

Solo pude pensar, quizá porque el confinamiento promueve la creación de asociaciones aleatorias en el cerebro, lo que nos parecemos muchas veces a esa abeja. Intentamos con cabezonería resolver los obstáculos de la vida de la manera que consideramos más obvia y nos obstinamos en que es la correcta. Volamos, apuntamos, nos lanzamos y fallamos. Y cuando comprobamos que esto no funciona lo volvemos a repetir, porque tiene que ser esa la manera, porque quizá en otro punto del cristal funcione.

Al final, como nos da miedo volar más adentro para ver la situación con perspectiva, llega el momento en el que uno de los golpes nos aturde y nos deja por los suelos. Y es solo ahí, exhaustos de la pelea, rendidos de volar y de esforzarnos cuando miramos hacia arriba y vemos la salida.

Quizá haya ahora cristales contra los que no paremos de golpearnos porque no tiene sentido desviarnos cuando la solución se muestra clara delante de nuestros ojos. Es heroico tener el valor y la fuerza de no desistir y seguir apuntando, seguir lanzándonos. Pero ¿y si al final tenemos que desconfiar de nuestros sentidos y a ojos del mundo rendirnos? ¿y si la única manera de resolver el enigma sea dejarse caer y mirar hacia arriba?

Así desengrasa el intrincado sistema de ruecas de mi cabeza el vuelo de una abeja.

REBECA LE MORE RODRÍGUEZ