“Es un curioso secreto de la sabiduría de todos los tiempos, pero un secreto muy sencillo, que cualquier entrega desinteresada, cualquier participación, todo amor nos enriquece (H. Hesse).
Probablemente, desde la antropología se podría enriquecer el tema que nos ocupa con las propuestas de la ya clásica Leininger, antropóloga y enfermera, en su desarrollo de la «teoría de la diversidad y universalidad del cuidado cultural», que tiene como propósito «descubrir, documentar, conocer y explicar la interdependencia del cuidado y el fenómeno de la cultura, con las diferencias y las similitudes entre las culturas y dentro de ellas». Esta teoría fundamenta el quehacer de la «enfermería transcultural» para responder a la necesidad de que las enfermeras estén en capacidad de cuidar a personas de culturas distintas o similares en todo el mundo.
Dentro de la enfermería transcultural se han desarrollado varios modelos de «competencia cultural» que buscan identificar los aspectos de la cultura que influyen en el cuidado y la relación que existe entre ellos. Entre estos se encuentra el modelo de valoración transcultural desarrollado por Joyce Newman Giger y Ruth Davidhizar, etc.
Según este modelo, hay tres aspectos que orientan las decisiones y las acciones de las enfermeras: preservación y mantenimiento del cuidado cultural, acomodación y negociación del cuidado cultural y remodelación o reestructuración del cuidado cultural. De ahí la necesidad de establecer un diálogo en el que la enfermera y la persona receptora de los cuidados determinen conjuntamente qué decisiones y cuidados son los más apropiados (Leininger M, Mc Farland MR. Transcultural Nursing: Concepts, Theories, Research, and Practice. USA: Mc Graw-Hill, 2002)
Como supongo que de esto puede hablar más el grupo de enfermería, quizá sería más pertinente para nosotros enfocar el tema desde la antropología y la perspectiva de género y grupos marginales, lo que comenta de alguna manera el artículo de Victoria Camps, su relación con la educación, etc. y de lo que me imagino no se hablará tanto.
Retomando las sugerencias que nos hace V. CAMPS en su artículo para la reflexión compartida, es cierto que las mujeres han sido tradicionalmente las cuidadoras. Se podría incluso afirmar que el cuidado es la actitud maternal por excelencia. Esto ha sido extendido a diferentes contextos. En su obra Frente al límite, de Tzvetan Todorov, se nos relata cómo las actividades del cuidado mutuo entre los presos en los campos nazis eran bastante más abundantes entre las mujeres que entre los hombres, por eso sobrevivían mejor que estos. Las mujeres se mostraban más prácticas y más susceptibles de ayudarse mutuamente.
No es necesario explicar que esto no significa que las mujeres sean más aptas para el cuidado por razones biológicas, sino por aprendizaje. Se trata de una construcción social de género femenino, no un rasgo de sexo.
De igual manera, si las mujeres tienen una diferencia o preferencia ética, como Carol Gilligan sugiere, se debe más a la división sexual del trabajo y la división entre lo “público” y “privado”, no a otras consideraciones.
Sería un error mayúsculo considerar el cuidado como tendencia de rasgo biológico o natural. Lo primero porque se caería en esa especie de “esencialismo” que consistiría en pensar que todas las mujeres son iguales sin reparar en diferencias. Es, también, esclarecedor al respecto el libro de Elisabeth Badinter ¿Existe el instinto maternal? Historia del amor maternal. Siglos XVII-XX, en el que muestra cómo el llamado “instinto maternal” es más mito y construcción social que otro tipo de realidad.
Por otra parte, este planteamiento “biologicista” justificaría más la subordinación de la mujer al ámbito privado, familiar, reforzando estereotipos opresivos y frenando la posibilidad de acercamiento de los hombres a un mundo afectivo más rico; el cuidado sería un rasgo más entre otros. Por tanto, como tantos otros aspectos de la cultura humana, esto puede aprender y desaprenderse.
Hay quien piensa que, renunciando a este tipo de “imposición social” del cuidado, la mujer se parecería más al hombre, pero los dos serían tanto menos humanos. Así que no nos queda más remedio que optar por la opción de reaprender el cuidado y hacerlo extensivo a toda la humanidad. Educarnos en el cuidado para que éste deje de ser un rasgo de género, específico del ámbito femenino, y pase a ser un rasgo de humanidad, específico del ser humano.
Chodorow analiza los efectos del cuidado materno en la formación de la identidad de género en la infancia. Su tesis es que las niñas, al identificarse con el mismo género que la madre, no necesitan diferenciarse para construir su identidad de género. En cambio, los niños, a medida que crecen y descubren que su género no es el mismo que el de sus madres, necesitan diferenciarse para construir su identidad de género. Así, aunque los chicos conocen y han experimentado la responsabilidad y el cuidado en las relaciones, al asociar el cuidado con las madres ven el valor del cuidado como una amenaza a su identidad masculina. Si los hombres también ejercieran su paternidad y el cuidado se valorara en tanto que virtud humana y no de género, los más jóvenes aprenderían sin distinción de género el valor del cuidado. Hay que trabajar mucho en este sentido.
Esto se agrava con el hecho de que, no sólo ha habido diferencias de género asociadas a la ética del cuidado, sino que se ha sumado otra más de estatus social, una ética de “marginados” en general aplicada a ejercer el papel o trabajo del cuidado. Es lo que defiende Puka en La diferente voz. Se debe más al proceso de socialización (socialización dentro de una cultura sexista y de marginación) que a procesos psicológicos de creación de la identidad en la infancia.
Todos somos igualmente capaces para el cuidado. Ser ciudadanos no significa pagar impuestos y votar, sino que, como colectivo humano, nos sintamos vinculados con compromisos que asumimos. Señalaba Aristóteles que para ser buenos ciudadanos hay que proponérselo explícitamente. La educación es un excelente canal para que se vaya implantando una cultura ciudadana que nos ayude a superar el individualismo disfrazado de autonomía personal en favor de un “comunitarismo” que plante su raíz en el cuidado del otro, que es también el cuidado de mí mismo y el cuidado entre todos.
La independencia sí es un descarrilamiento absoluto. Somos, querámoslo o no, interdependientes. Poner el foco en el concepto de una identidad de ciudadanía supondría iniciarse en el aprendizaje de convivir y en el compromiso con los otros. El PIB es un indicador pobre para calcular el progreso humano; se centra en la productividad, pero olvida los costes que genera la desigualdad, también de género (recuerdo ahora esa “perspectiva patriarcal” de la que habla Claudia Card que ha devaluado la capacidad moral de la mujer argumentando una deficiencia para el sentido de la justicia), el individualismo que instala una idílica autonomía como valor absoluto y la ausencia de compromiso.
Por terminar con un pensamiento de Edgar Morín: «La Educación del futuro debe ser una enseñanza fundamental y universal centrada en la condición humana. Estamos en la era planetaria y los seres humanos donde quiera que estén, están embarcados en una aventura común. Es preciso que se reconozcan en su humanidad común y, al mismo tiempo, reconozcan la diversidad cultural inherente a todo lo humano” Morin E. Los siete saberes necesarios para la educación del futuro. Barcelona: Paidós, 2001.
Fructuoso de Castro de la Iglesia